En aquel otoño adelantado por la primavera los libros dejaron de llamarse libros.
Sigilosamente, y sin silencio quisieron perpetuarse como un jardín con haches y árboles. Sacudiéndose las mediciones y la rutina, igual que los ojos consiguen que las flores caídas o cálidas se despojen a grito de párpado del código de barras sedentario.
Acudieron a sus hestanterías de ladrillo y baldosa daltónica amarilla haciéndose huecos como si se tratase de improvisadas tiendas de campaña, hundiéndose en sacos de soñar para mantener miradas despiertas hacia la intermitencia de sus páginas.
Siesteando ya no entre catalogadas secciones si no en organizadas secesiones sin parcelar por nadie.
Al fondo, muy al fondo a la derechas, traspasando conjuntos de papel y tinta empalabrada, la intuitiva habitación de la música respiraba con un borrón en el rótulo de entrada.
Del antes conservatorio, se sabía leer: conversatorio.
Toda esa estancia en su esencia albergaba libros que después de leídos se pronunciaban en todos los oídos como libres...de mano a mano y voz en ojos.
Su entrada irresumible, muy afuera, cantaba silbando; vivoteca,,,vivoteca...vivotecA.
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