14 de julio de 2009

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Los payasos no tienen la culpa. Los hombres sin pene ya pueden ingresar en el ejército. Los pulpos tienen varios corazones, y no sé en cuantos suspiros cabe su memoria. Quizás provienen del mar y aspiran al fuego. Soy consciente de mi desasosiego. No pretendo echarte a caladas de la realidad. El motivo es tener que ser este, un espejo roto. Los cristales del acuario se parecen aún ahora a la caricia acostada de voz vencida. Las pupilas interminables de cada pesadilla. Los simples motivos por los que te escriba nunca son gratuitos. Saben sangre, vienen de la velocidad del frío y vierten salitre en cada bocanada de oxígeno peligroso. De arcadas. Escribir es el mayor vómito existencial reza cualquier puerta de retrete cóncavo. Supongo que en inglés sonaría mucho más fructífero y menos dactilográfico, amparándonos en que esta última palabra exista de verdad, pero lo cierto es que: eres la jodida cosa auténtica y capaz de desenjaularme más maravillosa de las que no he visto en mi vida. Los últimos momentos en que los imagino, a esos segundos de abrazar tu espalda deben ser apenas seis palabras que se rozan entre décimas de fiebre. La magia castañea en tus dientes. Sus fotos son las únicas que no caen en el ventilador de la angustia. Capaz de morder. Concretaría un punto medio, de color gris sin duda, si no asumiese que el gris no existe.
No sólo no acabé encerrado, además, me quedé con un tomo de esos de autores de obras completas a mala erre; sin avisar y sin ninguna aproximada intención de devolverlo. Los cuentos completos saben más de mí que cualquier línea de alambre invertebrada. Llevo treinta y un minutos escribiendo. A menos de dos minutos para resucitar, dicen. Hay viajes que se inventaron para abrazarte. He escrito esa historia más de mil veces, ordenando desordenadamente todos los paisajes posibles. Las destilerías de la dormidera en mordedura química. Todas las frases pintadas. Tejados que se mueren de sed mientras permanecemos de espaldas. Los todos, que se estampan contra la intermitencia. Igual que el llanto de los mosquitos hacia todas las heridas del cristal besado. El sueño del sábado fue crujiente y a la mañana siguiente todos los discos tristes habían salido a la venta. Explosiones de pintura mejorada. Igual que la saxofonista sin pulmones que amaba los días de lluvia y tenía las tetas más desnudas que cualquier ventana. No está escrito en ningún sitio que vaya a ser así. Las ciudades no son grises. Las nubes son los únicos labios de láminas con viento. La quietud es un bálsamo precario e irreal de ladrillos. Todo el fuego. Página cero.

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