
La niña que vivía en las nubes; la niña que vivía en las nubes estaba siempre allí. No distinguía la física de la química, pero ni siquiera se cansaba en decir que ni falta que hace saber de esas distinciones. Y es que allá arriba tampoco le importaba casi nada saber del óxido de los viajes de vidas cansadas del fuselaje de los aviones al pasar.
Los muchachos de su clase le envidiaban su estancia allá arriba imaginándose las flores trepadoras que recogía con sus pensados besos de algodón. En realidad, o no realidad, la niña que vivía siempre en las nubes no iba a clase desde aquella media mañana en que salió a buscar tréboles de seis hojas cruzando una verja verde y amarillenta.
A ella le gustaba estar mucho más arriba, por encima de los misiles tierra-aire que lo único que regalaban eran infiernos para sufrir lo perdido. Por eso vivía siempre en las nubes, haciéndose amiga de las burbujas, de los globos de Helio detrás de los que otros niños escurren su mirada hacia lo huidizo del horizonte, de las pompas de jabón que se vuelven invisibles para escapar cielo arriba sin explotar del todo, de la purpurina soplada de las pelucas de colores, y de otras muchas pequeñas cosas a las que el mundo de allá más abajo propondría con dedo acusador un mísero nombre:
extravagancias o rarezas inútiles.
De todo esto y de todo aquello nada se podía prender en la escuela, por eso la niña que vivía siempre en las nubes estaba muy contenta de estar siempre en las nubes entre sus puzzles de sonrisas que no se ponían tristes ni estando bocabajo. Aunque, de vez en cuando tenía que saltar muchísimo y muchas veces de nube en nube no le importaba, cuando llovía podía prepararse batidos azucarados para las agujetas y las cigüeñas y los pájaros le hacían de paragüas.
El ruido de las tormentas y los relámpagos tampoco le molestaban ni asustaban; la niña que vivía siempre en las nubes se entretenía jugando con los destellos a hacer sombras con los dedos de sus manos , y al mismo tiempo, juguetona, le gritaba a los truenos:
no sé si roncáis mucho o no os dejáis de tirar pedos(!)
Otra cosa que le encantaba era el nudismo que se regalaban mutuamente la luna y el sol en los eclipses; y era entonces cuando ella celebraba sus no-cumpleaños:
indistintamente, solares o lunares, para dormirse entre los soplos de un secreto que guardaba muy bien sobre sus ojos y en la chaqueta verde de bolsillos, con y sin cremallera, para sus manos...con las que abría cuidadosa y despistadamente aquellos sobre sin remite.
La niña que vivía siempre en las nubes leía ilusionada y a escondidas de nadie las cartas desordenadas e impares que le enviaba volando impulsadas desde toboganes y columpios el niño que siempre estaba pensando en las musarañas.
Ese era el pequeño secreto de sonrisa gigante de leer y releer que tenía la niña que vivía siempre en las nubes. Entre eclipse y eclipse y al acabar de leer las cartas, la niña que vivía siempre en las nubes le soplaba besos y mordiscos sin dientes con un megáfono pintado en cartulina al niño que siempre estaba pensando en las musarañas...y luego, se disponía a dormir.
Le daba las buenas noches al día, y los buenos días a la noche. Cosía con caricias los rincones de una nube para hacerse una almohada y arropar entrelazando sus piernas y sus pies. Silbaba entre suspiros acurrucados. Teñía de arcoiris los meridianos aprovechando las últimas centellas diminutas del eclipse. Cerraba despacito sus ojos. Y de nuevo, comenzaba a soñar.
1 comentario:
De mí, siempre dijeron que estaba en las nubes, y en el colegio se enfadaban bastante conmigo, porque no había manera de que bajara...
Supongo que nos pasa a muchos, y muchos dejamos que nos acaben echando el anzuelo :(, bastantes, DEMASIADOS.
Da igual cómo, pero no pierdas esa manera tan especial de escribir y transmitir que tienes
¡¡Un beso de tiza azul!!
Publicar un comentario